A partir de ahora creo que sólo me gustarán los domingos cuando tú me despiertes y me traigas el desayuno a la cama. Cuando puedas besarme en todos los rincones de tu casa, hasta acabar en la ducha. Pensar que no puedo más, mirarte desde el otro lado y morirme de ganas de que me vuelvas a abrazar. De que me mires como si no importase que la vida siguiera su curso allí fuera, porque podemos inventar todo lo que queramos dentro de estas cuatro paredes. Reírme todo el día, que pienses que estoy un poco loca y que eso no sea algo malo. Verte cocinar, que mientras aprendemos a hacer algo más comeríamos tus tortillas y tu pasta todos los días. Que aunque a veces me tiemblen las piernas y no sepa digerir todo lo que me está pasando, me encanta que me tapes hasta arriba, que me pongas y me quites tu camiseta todas las veces que quieras, que me duches mientras me quejo de que no está suficientemente caliente el agua, o de mi pelo mojándose. Que me calles con un beso y que yo entienda que, entonces, no hace falta nada más. Que el peso de las palabras nunca es el mismo, que no hace falta decir nada, que no creo que cambiase nada aunque pudiese. Que los abrazos son la única arma que tenemos para que las dudas se disuelvan de sopetón. Para estirar la sonrisa como si fuese de goma, sin miedo a que vuelva a romperse.
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